domingo, 15 de agosto de 2010

Odio.

Algo se rompe, se curten las heridas que sangran con sabor a hierro. Las palabras se derriten frente al frío de sus ojos, de los que te observan, sean dos, sean miles. No queda nada que te importe y sólo produces ecatombes y disturbios en tu mente. Destruyes lo poco que has conseguido con él y el corazón se te escapa por la lengua, tus pulmones sufren caídas vertiginosas al gritar. NO. No se puede luchar contra algo que se extingue, la voz ahoga tu subconsciente y tus sueños mojan tu cama, porque con el odio viene el miedo a ti mismo. Me considero seguidora de sus plegarias, como riendo sus gracias a la aurora de destrucción que aplaca en mí. Es sólo el comienzo de este, poco a poco, resentimiento que deshace con lluvia ácida mis ilusiones.
Arrastro mis pies por la calle, buscando algo con lo que levantar mi ánimo y volar como todo el mundo lo hace, pero mis células se suicidan al olvido y el silencio cumple su condena, como un verdugo que se acerca, lento pero firme, con ese hacha que apaga vidas. La vida de mis párpados cerrados, la vida de la cúpula de mis sueños. El odio reviste de armaduras a las demás personas y se encierran, se cubren con ella como una manta de sedosa desenvoltura y confort, una cómoda existencia irreal que no encuentra nunca la verdadera sensación. Todo está muerto. Al fin y al cabo, quién decida nuestro destino no seremos nosotros. Los hilos se mueven según los dedos de quien nos tenga apaciguados frente a su yugo. Injusticia. Desazón. Frustra nuestros ideales, que cogen sus maletas y se marchan. Te necesito. Bebo de tí, o almenos lo intento, encontrando miles de ideas que no sirven.
El sentido se quedó pegado a sus pies mientras tú los besabas, fuera de esperanza de libertad. Agujas atravesan mi vientre, la gravedad detiene mis pies, apunto de ir a encontrarte de nuevo. Y quedo cesada por el poder que tú deshaces en mi, como una ducha fría que me despierta.

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